Como la mayoría de los tapatíos adolescentes y recién entrados en la adultez, yo también tuve mis roces con la ley. Claro que en esos tiempos no pasaba de una “revisión de rutina” la mayoría de los casos y todo terminaba en una advertencia justa y un agradecimiento en efectivo (cuando sí había algo qué perdonar y el amedrentado jovencito prefería pagar antes que verse sometido al escarnio y exponer a su honorable familia a la vergüenza de tener un hijo delincuente… o al menos eso pensaba yo).
La causa más común de detención era ver un grupo de jóvenes en un automóvil (mientras más reciente el modelo y mayor la cantidad de pasajeros, mejor) y buscarles alcohol o drogas. Jamás llevábamos sustancias ilegales, pero más de una ocasión alguien se la jugaba tomando una cerveza y, aunque no fuese el conductor, uno sabía que iba a valer madre todo por una supuesta “falta administrativa” cuya multa no era onerosa, pero si a duras penas se alcanzaba a comprar una botella de Don Pedro de 120 pesos entre seis personas, difícilmente ajustaría para pagar la infracción, máxime si amenazaban con llevarse a toda la camarilla. Hasta la fecha no sé qué parte de “consumir en la vía pública” se violenta al ingerir bebidas espirituosas en un vehículo particular.
Cuando uno ya tiene algo de experiencia en esos menesteres, no suele tener problemas con seguir la rutina: “buenas noches, señor oficial, sé que no estuvo bien lo que hicimos pero vale más que usted no pierda el tiempo con unos jóvenes inofensivos en lugar de atender asuntos más importantes; ¿qué tal si nos echa la mano?” y después de un regateo leve, se consumaba el soborno y cada quien seguía su camino. Pero la primera vez es siempre la más difícil, sobre todo para un adolescente de 15 o 16 años, cuyo único acercamiento con la policía para entonces había sido pasar por afuera de la Procuraduría en la Calzada Independencia. Fue a esa tierna edad cuando ingresé al mundo de la corrupción, como me permito narrar a continuación: resulta que por esas fechas unos cuates de la prepa me invitaron a participar en un equipo de futbol. Nunca fui bueno, pero al menos me divertía y me trataban bien. Eran tan amables que me invitaron a una fiesta de XV años de una chica que ni siquiera conocía pero como se indicó “que invitaran a los del equipo”, fui favorecido. Pues bien, me puse de acuerdo con un amigo para irnos en autobús (o tren ligero, no recuerdo bien; era al oriente de la ciudad) y estuvimos buscando el lugar de la fiesta durante un buen rato sin encontrarlo. En algún momento llegamos a un festejo de XV años que no era el indicado, pero de alguna manera nos colamos y nos fuimos después unos minutos porque estaba bien aburrido.
¿Ahora qué? “Hay que comprar unas chelas y nos regresamos”, dijo mi amigo. “Okeeey…. No creo que nos las vendan”, le contesté, pero lo intentamos. Segundos después, cada uno llevaba su Carta Blanca en la mano.
-“Es muy importante que no te la tomes en la calle. No nos pueden decir nada si las llevamos cerradas, pero si las destapamos, seguro que nos atoran”, me dijo mi amigo antes de abrir la suya. Pero como yo soy muy obediente, sólo la estaba cargando en mi bolsillo.
Todo iba muy tranquilo esa tarde soleada de sábado en la hermosa Perla de Occidente, caminando por calles tranquilas dispuestos a regresar íntegros cuando de pronto… sirenas, chirrido de frenos y un policía desde una patrulla: “¡órale! ¡contra la pared!”. Como ya había visto suficientes películas, sabía lo que debía de hacer y mi amigo también. Los honorables agentes de la ley procedieron a registrarnos e interrogarnos sobre nuestra situación. No fueron groseros, pero esa vez recibí la primera caricia genital sin intención sexual en mi vida. Cuando le señalé ese hecho al oficial, me respondió: “ya tendrás algo qué contar a tus nietos”.
Después de cerciorarse de que no constituíamos un peligro para ellos o para nosotros mismos, llegó la sentencia: estábamos (“estábamos, Kee-mo-sabi…”) tomando en la vía pública y debían de llevarnos a la instancia correspondiente para pagar nuestra multa. Supuse que no sería tan complicado y aparatoso, quizás nos entretendría más de la cuenta, pero yo contaba con estar en casa esa noche por lo que subí tranquilo a la patrulla.
-¿Cuánto cuesta la multa? “Como es una falta administrativa, como 150 pesos”. ¡Genial! ¡Sí alcanzo con mis doscientos pesos! Pero, ¿alcanzaré para el taxi de vuelta?
-¿Adónde nos llevan?, pregunté. “Al tutelar”, respondió el policía 1.
-Y… ¿dónde queda?, volví a inquirir. No recuerdo la respuesta, pero dije algo así como “ah, bueno, pues me regreso caminando”. Sólo se rieron de mí.
Aaaah, pero no contaba con: “nada más que como es sábado y abren hasta el lunes, van a tener que quedarse el fin de semana”, policía 2 dixit. FUUUUUUUCK…
-“¿Y qué van a decir mis papás?”, pregunté.
-“Pues cuando no llegues a dormir, ya te empezarán a buscar”, policía 1.
“Okey, Alfredo, no te preocupes”, pensé. “Son policías simpáticos, se ve que son flexibles, seguramente se podrá negociar con ellos”. Así que, con mi mejor cara y tono suplicante…
-Oigaaaa…. ¿y no hay otra manera de arreglarnos..?
Patrulla disminuyendo de velocidad, policía 1 fija sus ojos sobre mí por el retrovisor.
-¿Arreglarnos de otra manera? ¿A qué te refieres?
“¡Mierda! ¡Policías honestos!”, pensé. “Carajo, esto va a empeorar y me van a subir la pena por intentar sobornarlos”. Me fui con más cuidado:
-Pues… sí, algo que se pueda hacer para que no tengamos que ir hasta allá…
Patrulla frena por completo. Policía 2 se voltea.
-A ver, a mi me gusta que me hablen al chingadazo, sin rodeos. ¿Qué estás diciendo?
Hora de poner todas las cartas sobre la mesa. “Alea jacta est”, como dijo algún romano, y “Audaces fortuna juvat”, como dijo otro.
-Me dice que la multa cuesta 150 pesos… ¿qué tal si… les diéramos a ustedes el dinero y nos hicieran favor de pagarla por nosotros?
Mi amigo me miró con unos ojos que no supe interpretar si eran de desaprobación, incredulidad o susto. Silencio policial.
“Carajo… creo que es demasiado poco”, pensé.
-O…. ¿ciento ochenta?, propuse.
-Ah, pues si me pones a escoger, mejor 180, dijo el policía 2. “Eres un idiota, amiguito”, pensé.
Como somos hombres de palabra y sabemos que un trato de esa naturaleza se honra y se cierra sin necesidad de un apretón de manos, nos bajamos de la patrulla, saqué mi único billete de $200 y se lo di discretamente al policía 2, quien me devolvió la botella de Carta Blanca. La chela más cara de mi vida.
-“¿Y mi cambio..?”, me atreví a preguntar
-“JA, JA, JA, JA, JA. ¡Ya váyanse, nomás ya no se la tomen en la calle!”, respondieron alegremente los azules y se fueron en su patrulla a seguir combatiendo el crimen.
-“Les hubieras dado menos”, me dijo mi amigo. Yo dejé la botella de cerveza que para entonces ya no se me antojaba para nada y emprendimos el camino de la vergüenza de regreso a casa.
Como corolario, a la altura de la avenida Alcalde y Juan Álvarez otra patrulla amagó con detenernos, pero seguramente reconocieron los signos de la derrota y pasaron de largo. Esa noche dormí muy aliviado.
Casi muero de risa!!!, me surgió la duda…….., cuantos eran ustedes en la patrulla?. A pesar de ser tu primer rose con la ley, supiste controlar la situación, pudiste haber perdido menos pero conociste y ganaste el arte del negociar con los azules; toda una odisea esa noche!!!
No leí todo tu blog pero me parece muy divertido, entretenido y hasta con conclusiones para hacer la didáctica….
Felicidades Alfred
Jejeje. En la patrulla sólo cuatro: dos policías, mi cuate y yo. ¡Muchas gracias por los comentarios, y perdón por la tardanza!