Recuerdo que, comenzando con la primera vez que viajé en avión, me he imaginado qué pasaría si ocurriera alguna emergencia. Desde un aterrizaje forzoso hasta una tragedia de proporciones épicas, es algo que pasa por mi mente por lo menos de manera fugaz cuando abordo una aeronave. Obviamente, si en una de esas quedo sin vida, no tendría mucho tiempo de pensar en esos últimos instantes sobre lo que podría pasar después o cómo me encontrarían si es que queda algo de mí, pero la posibilidad menos latente de quedar con vida o, la más probable, de que se trate de un evento que no genere más que un poco de pánico, es lo que hace volar mi imaginación y en lo que me entretengo fantaseando entre el despegue y el aterrizaje, sobre todo cuando no hay revistas a bordo o pantallas u olvido llevar material de lectura (lo cual, por fortuna, son las menos de las veces).
No obstante mi hiperactiva imaginación, al principio no creía factible que llegara yo a ser el protagonista de un evento del tipo “¿hay algún médico a bordo?”, y menos que sería en un contexto tan jocoso (claro, eso lo pensé a posteriori) que bien podría hacer sido incluido en aquella aclamada comedia llamada “Airplane!” (conocida en Latinoamérica como “¿Y dónde está el piloto?”), sólo que en lugar del genial Leslie Nielsen sería yo el responsable de llevar a buen término el problema de saludo que aquejaba al pasajero. “Pasajero”, en singular, por fortuna.
Todo sucedió en mayo de 2012, en un vuelo de Panamá a Guadalajara, por aerolíneas COPA. Muy bueno el servicio, y más porque fue patrocinado; no tengo ninguna queja. Después de una enriquecedora experiencia académica en el Congreso Panamericano de Endocrinología, en la ciudad de La Habana, y tras haber pasado una noche en la cuna de Roberto “Mano de Piedra” Durán (ocasión en que viví otra chusca anécdota relacionada con taxistas centroamericanos), estaba cómodamente acurrucado en mi asiento, dormitando un poco tras haber pasado el susto de mi vida pensando en que estábamos a punto de chocar con otro avión (producto de mi modorra, confundí un poblado cuyo alumbrado estaba dispuesto en una forma similar a las ventanas de una aeronave), pensé en qué ocurriría si por alguna razón requirieran los servicios de un facultativo sanitario en la cabina. Y justo cuando pensé que nada más emocionante ocurriría en ese viaje, una de las sobrecargos tomó el micrófono, aclaró su garganta y pronunció con una dicción perfecta las temibles palabras:
-Señoras y señores pasajeros: lamentamos interrumpir la tranquilidad de su vuelo. Solicitamos su amable colaboración: si hay algún médico a bordo dispuesto a brindar su atención, por favor levante la mano.
Para mi mala suerte, yo era el único endocrinólogo tapatío que asistió a ese evento que volvía a casa ese día; normalmente los vuelos con destino a las ciudades con más tráfico aéreo del país están llenos de profesionales del área relacionada con el tema de los congresos el último día de los mismos. Instintivamente, alcé el brazo ante esa petición anhelando no ser el único y que hubiese alguien más proactivo que yo. Me di cuenta de que no estaba solo, ya que un individuo filas más adelante también se había identificado como médico. Sin embargo, al parecer por haber parecido más entusiasta (o tal vez por haber pedido menos licor que el otro), la sobrecargo se acercó conmigo para explicarme la situación:
-Disculpe la molestia; tenemos un pasajero en primera clase que se siente mal. Está enfermo y deseamos saber si usted puede ayudarnos en su atención.
Tras acceder, me levanté y la seguí hasta la cabina de primera clase donde estaba ya un par de sobrecargos más con un individuo octagenario, con evidente sobrepeso, que respiraba oxígeno suplementario a través de puntillas nasales desde un tanque portátil que seguramente le pertenecía; asumí entonces que se trata de un enfermo crónico de los que se puede esperar cualquier desenlace.
Antes de que me acercara al paciente en cuestión, las amables sobrecargos me aclararon que, de aceptar auxiliar, se trataría de una atención altruista totalmente voluntaria, por el cual no cobraría ninguna clase de honorarios y que debía firmar esa declaración donde se constaba ese hecho, acompañado de mi número de cédula profesional correspondiente. Todo esto con una gentil sonrisa en sus rostros.
Una vez finiquitado este engorroso trámite (me urgía, por supuesto, ayudar al enfermo), me acerqué a él para interrogarlo rápidamente, rogando que supiera hablar español. Para mi alivio, así era y me respondió que tenía 82 años cumplidos, que padecía de diabetes mellitus y que comenzó con dificultad para respirar sin ningún motivo aparente unos minutos antes. Mientras le acomodaba el brazalete para tomar su presión arterial, le pregunté sobre los fármacos que consumía. “Metformina, ácido acetilsalicílico, metoprolol y sildenafil”, me respondió. “Okey”, pensé. “Metformina, para la diabetes. ¿Aspirina?, hay muchas indicaciones; seguramente prevención primaria. ¿Metoprolol? Debe ser hipertenso, espero que esté controlado. Peeeeero…. ¿sildenafil? ¿aquella pastillita azul con nombre comercial ‘Viagra’?” Difícilmente un varón que sólo lo utilice para el desempeño sexual lo nombraría automáticamente cuando le preguntan sobre consumo de medicamentos, así que mi optimismo inicial se ensombreció cuando pensé en el motivo principal por el cual se administra ese medicamento de manera regular: HIPERTENSIÓN PULMONAR. Por lo tanto, las posibilidades se ampliaron: desde una crisis de ansiedad hasta una tromboembolia pulmonar pasando por un infarto agudo del miocardio.
Tras confirmar que su presión arterial estaba en valores aceptables, procedí a escuchar su corazón. Por fortuna, contaban con un kit básico de atención médica a bordo, así como un botiquín y, por fortuna, un desfibrilador automático. Mientras estaba poniendo en práctica mis conocimientos de propedéutica y semiología dirigidas, se nos unió el colega que se había quedado atrás, quien, tras una rápida evaluación de la situación, dio con la solución:
-Denle un diacepam.
Moví los globos oculares hacia arriba. “Paciencia”, pensé. “Es un angiólogo; no está entrenado en las artes de la Medicina Interna, en el reto diagnóstico del paciente geriátrico”.
-Ok, doc. Nada más déjeme confirmar que no necesite algo más.
El pobre hombre seguía con dificultad para respirar, pero bastante sereno. Su paje (acompañante, asistente, su Smithers) también estaba tranquilo, pero expectante. Pregunté si había desfibrilador automático, en caso de que fuese necesario. “Sí, doctor. Tenemos desfibrilador automático”, respondió la sobrecargo tranquilizándome.
Pedí un glucómetro; también lo tenían. Enfermo de diabetes, una posibilidad a descartar sería una hipoglucemia. Le tomé la muestra. Resultado: 89 mg/dl. Hipoglucemia descartada.
-Doctor, el piloto me informa que estamos sobrevolando la Ciudad de México, por si fuera necesario realizar un aterrizaje de emergencia.- Ese fue mi pretexto para poner mi cara de Leslie Nielsen, otra vez en “¿Y dónde está el piloto?” con un poco de Clint Eastwood:
-Espere. Creo que podremos resolverlo aquí.
Okey, presión arterial normal. Precordio rítmico. Ruidos respiratorios ligeramente disminuidos en bases pero por lo demás, sin problemas. Glucosa normal. ¿Qué será?
-Denle un diacepam, les digo.- La voz del angiólogo sonó atrás.
-Hay que ver, doc; “´péreme”.- No podría creer su insolencia: lo único que estaba haciendo era ver y dar su opinión; ni siquiera se acercó a examinarlo. ¿Cómo se atrevía?
Definitivamente el paciente no empeoraba, seguía tranquilo y había comprobado que sus signos vitales no se alteraban. ¿Será, por ventura, que quizá sólo necesitara…?
-Un diacepam, mi doc. Con eso se tranquiliza.- Otra vez, el angiólogo convertido en experto en trastornos de ansiedad en el adulto mayor.
-¡¿Tiene diacepam, señorita?! Más por fastidio que por convicción, espeté esa pregunta a la sobrecargo que nos acompañaba. “Sí, doctor. Enseguida”.
Cinco miligramos y diez minutos después, el abuelo Munster como si nada. Una disculpa, se me hizo parecido al personaje de esa serie televisiva. Tras confirmar que todo marchaba bien y los agradecimientos correspondientes, el especialista en venas y arterias y yo nos retiramos a nuestra confortable clase turista.
-Te lo dije, médico. Nomás era una crisis de ansiedad. El diacepam lo mejoró.
Yo, con la mirada perdida, no imaginaría que varios minutos después me interrogaría la Policía Federal por llevar más tabaco del permitido sin declarar.
Acto seguido y después de que los ojos se le hicieran blancos a nuestro médico alpernaj, tocó ligeramente su espalda baja e introdujo en su boca los miligramos de diacepan que astutamente había guardado en su bolsillo trasero de sus caquis justo antes de administrarle un placebo al abuelo.
Ja, ja, ja. “Dos, por favor, señorita sobrecargo”.