-Ven, vamos por aquí.
Él la siguió por donde le indicó. No le extrañó que lo citara ahí, a ella siempre le habían gustado esa clase de lugares. Nunca supo por qué, simplemente una vez se lo dijo.
Ella lo tomó de la mano para iniciar la caminata, pero la soltó después de tres pasos. A él le hubiese gustado sostenerla, siempre le transmitía una energía positiva. Pero ya no podía hacerlo, ya no tenía derecho.
-¿Recuerdas la última vez que estuvimos aquí?
Sus palabras rompieron su ensimismamiento. Mientras caminaban por las calles y avenidas con nombres de santos y estaciones del Viacrucis, observaba a su alrededor. Le gustaba la paz y la serenidad que se respiraba, el silencio roto únicamente por los cantos de los pájaros, el movimiento de las hojas y, ahora, la voz de ella. Esa voz tan fresca, llena de vida, durante tanto tiempo silenciada para él, que escuchó con gusto cuando recibió aquella llamada cuando le propuso verse, y que ahora le urgía a escarbar en sus recuerdos.
-Seguramente no… estabas muy distraído esa vez.
La inflexión en esa última frase le hizo pensar que a final de cuentas no sería un reencuentro agradable. No terminó bien la última vez que se vieron, el día en que su relación había finalizado. Nunca imaginó que la tarde de teatro y la cena en aquél restaurante fusión terminaría con una serie de reclamos, algunos fundamentados, otros no, sobre su comportamiento. Esos arranques de celos que él atribuía a su propia inseguridad; ese desinterés de su día a día que él justificaba porque lo que ella hacía no era tan importante como sus actividades masculinas; esa ausencia de ambición que a él no le preocupaba porque mientras ella no lo superara profesionalmente, no se le ocurriría dejarlo… menos mal que nunca se enteró de aquél correo electrónico filtrado a su superior, que acabó con su posibilidad de crecimiento en la empresa. Ese fracaso la marcó profundamente; dejó su trabajo y adquirió una franquicia. Resultó ser un excelente negocio, que le generaba una vida tranquila. Pero él se daba cuenta de que no estaba contenta. De haberlo sabido, nunca hubiera mandado ese correo.
-Oye…
-Espera. Ya casi llegamos.
Su voz se tornó sombría, casi como la última vez que se vieron, cuando esos reproches pasaron de la decepción a la tristeza, de la tristeza al enojo, del enojo al llanto y del llanto al impulso que la llevó a levantarse súbitamente de la mesa cuando estaban esperando el platillo principal y el mesero había servido la segunda copa de vino. No la había vuelto a ver, hasta ese día.
-Nunca me diste flores…
Por fin se detuvo. Él dejó de caminar también. Sí, lo recuerda. Le parecía un detalle ridículo, anticuado, sobrevalorado. Gastar en doce bulbos con sus tallos, hojas y espinas le parecía más propio de un borracho pidiéndole perdón a su mujer, o de un adolescente espinilludo queriendo conquistar a una chica de su clase que estaba enamorada del metalero de sexto semestre. En su defensa, pensó, ella nunca se quejó de recibir los muñecos de peluche o las docenas de chocolates finos. Pero no pudo evitar reconocer que ella siempre veía con ternura a las parejas que se encontraban con un ramo de por medio, una mirada que nunca vio cuando él la recibía en el aeropuerto; sin flores, por supuesto.
-Nunca me diste flores… pero eso ya no importa, aquí hay suficientes para los dos.
Notó las lápidas. Eran dos y tenían sus nombres. Estaban rodeadas de flores blancas, aún con gotas del rocío matutino.
-Supe que fuiste tú.
Entonces, ella sacó el arma.