No, no me refiero al documental de Leni Riefenstahl sobre Hitler y su partido nazi, aunque creo que, si la cineasta hubiese conocido al protagonista de este relato, le dedicaría no menos de un par de filmes.
No; esta historia es más moderna, ocurrió en pleno siglo XXI. Corría a principios de la década, cuando en uno de los numerosos torneos de naciones de futbol se enfrentaron México contra Brasil en el Estadio Jalisco (casa fuera de casa de la selección carioca, como todos lo sabemos). Obviamente, éstos últimos jugaban prácticamente como locales en nuestra hermosa ciudad.
Para quienes no estén familiarizados con el Coloso de la Calzada Independencia, a grandes rasgos cuenta con dos graderías: una parte baja y una parte alta; ésta última, a su vez, se divide por enrejado en una zona de mayor costo (conocida hasta no hace mucho como la “B”) y la otra (la zona “C”), que era la más barata para asistir y la de la perspectiva menos agraciada para ver las acciones del juego. Pues bien, en ésta última zona es donde ocurrió la magia que voy a contar.
Era aún el primer tiempo del aburridísimo partido. Yo y mis amigos estábamos ubicados en la quinta o sexta grada y en hasta adelante había un grupo de individuos más o menos de nuestra edad (alrededor de veinte años, si no es que más jóvenes) que buscaban, como nosotros, divertirse viendo el juego. Pues como ni los ratones verdes ni la Verde-amarela daban una y se corría el peligro inminente de que la gente comenzara a abuchearlos, un valiente del grupo de la primera fila se levantó, se volteó para dar la cara a los de las gradas superiores y con una voz nada melodiosa pero extraordinariamente decidida, gritó:
-“¡A ver, raza! ¡De aquí para allá, que empiece la ola! ¡Una, dos, tres!”
Nadie hizo caso. Pareciera que no lo escucharon, por lo que repitió:
-“¡Una, dos, tres!”
Un par de despistados se levantaron siguiendo sus instrucciones, pero no hicieron eco.
-“¡Una, dos, tres!”
“¡Ya cállate, pinche Furcio!”, alguien gritó desde atrás. En efecto, nuestro protagonista se parecía al susodicho personaje animado.
Sin dejarse amedrentar, nuestro Furcio volvió a gritar:
-“¡Una, dos, tres!”
Ahora se levantaron más personas, que lograron que la “ola” siguiera unos cuantos metros lineales. Ya para entonces, había comenzado en esa misma zona algunos golpeteos de pies sobre el cemento, que se fue haciendo más ruidoso, y más, y más, hasta que…
-“¡Una, dos, tres!”
Y entonces sucedió el milagro: decenas de asistentes que estábamos en esa área nos levantamos con entusiasmo al unísono de nuestros lugares extendiendo los brazos hacia arriba. Comenzamos la “ola”, pues. Y para sorpresa de más de uno, no sólo no se quedó ahí, sino que siguió, y siguió, y siguió hasta dar la vuelta completa al estadio… no sólo una, ni dos, sino cinco veces. CINCO VUELTAS DIO LA OLA. La parte baja, contagiada del gozo, comenzó también su propia ola (sin tanto éxito, he de decirlo) que trajo alegría al desangelado encuentro. Todo era felicidad, un éxtasis colectivo al ritmo de las centenares de piernas batientes pisoteando el concreto, algo que seguramente nadie pudo prever.
-“¡Ya párala, pinche Furcio!”
El dueño de la voz que antes había tratado de desanimar al héroe de la historia, ahora buscaba romper su momento de gloria. Definitivamente hay mucha gente envidiosa en el mundo.
Finalmente, la “ola” se detuvo. Como toda obra que implique esfuerzo colectivo, dejó de prestarse interés en continuar hasta que se esfumó. Y después quiso iniciarse otra, pero sin éxito. Sin embargo, nunca olvidaré el día en que un solo individuo movió al Estadio Jalisco; un sujeto cuyo aspecto físico parecía salido de la mente menos creativa de Televisa, un “chavo” como cualquiera, sin más recurso que su enorme entusiasmo y su falta de temor a la derrota, le dio nombre con sus acciones al título de esta entrada.
Vaya un saludo a este héroe anónimo, este mexicano admirable, donde quiera que esté. Tenemos mucho que aprender de él.